El cine porno ha sido siempre un
género denostado por el ávido estilo en que la crítica lo ha colocado en la
cima de la vulgaridad y de lo soez. Pero lo cierto es que es un género que ha
traído, y aún trae, una variedad de opciones que nos es imposible obviar para
los tan gozosos espectadores. Los varones. Las chicas. Y más.
Pensemos por ejemplo en el
sub-género “dedicado a”, un modo personalizado de ofrenda sexual como lo es el
Porno-emí o el Porno-ra que se corona de modo romántico con el Porno-sotros. No
debemos dejar de lado, ni olvidar, a nuestros queridísimos abuelos quienes
pueden acceder al Porno-ver-de-lejos; o a los más jóvenes, aquellos que adolecen
en su ámbito masturbatorio con el Porno-co y con las maravillosas alucinaciones
del Porno-woman-no-cry.
Las prácticas son también algunas de
las áreas más importantes que el porno nos transmite desde su celuloide.
Inolvidables son las escenas de sexo verdadero de las ménages a true, las experiencias
latinas del cogito, la argolla y el cum, el sexo oral y el escrito, el gang y el
bang. Y la masturbación, que estuvo siempre al inicio de todo, cuando el porno apenas
era una panjea.
Por su parte, sabemos que este
género de explícita escenificación nos trae mujeres para todo tipo, tiempo y
lugar. Una de ellas es el caso de la MILF, hoy altamente requerida como un símbolo
erótico, que nos retrotrae a la música popular de antaño “tengo un billete de
milf” y a la jerga canchera de la época: “me vi la de la madre que está con el
hijo, mató milf”
Como hemos dicho en el inicio de
esta disquisición, el cine porno ofrece una multiplicidad de opciones y para
todo tipo de público. Es sólo cuestión de adaptarse. Ya lo dijo el refrán: “el
que bukkake encuentra”. Y no digan que
no les informamos. Porque acá nadie tiene un felo de tonto.