domingo, 14 de julio de 2013

Ve de ese y eme.

El cine porno ha sido siempre un género denostado por el ávido estilo en que la crítica lo ha colocado en la cima de la vulgaridad y de lo soez. Pero lo cierto es que es un género que ha traído, y aún trae, una variedad de opciones que nos es imposible obviar para los tan gozosos espectadores. Los varones. Las chicas. Y más.

Pensemos por ejemplo en el sub-género “dedicado a”, un modo personalizado de ofrenda sexual como lo es el Porno-emí o el Porno-ra que se corona de modo romántico con el Porno-sotros. No debemos dejar de lado, ni olvidar, a nuestros queridísimos abuelos quienes pueden acceder al Porno-ver-de-lejos; o a los más jóvenes, aquellos que adolecen en su ámbito masturbatorio con el Porno-co y con las maravillosas alucinaciones del Porno-woman-no-cry.  

Las prácticas son también algunas de las áreas más importantes que el porno nos transmite desde su celuloide. Inolvidables son las escenas de sexo verdadero de las ménages a true, las experiencias latinas del cogito, la argolla y el cum, el sexo oral y el escrito, el gang y el bang. Y la masturbación, que estuvo siempre al inicio de todo, cuando el porno apenas era una panjea.

Por su parte, sabemos que este género de explícita escenificación nos trae mujeres para todo tipo, tiempo y lugar. Una de ellas es el caso de la MILF, hoy altamente requerida como un símbolo erótico, que nos retrotrae a la música popular de antaño “tengo un billete de milf” y a la jerga canchera de la época: “me vi la de la madre que está con el hijo, mató milf”


Como hemos dicho en el inicio de esta disquisición, el cine porno ofrece una multiplicidad de opciones y para todo tipo de público. Es sólo cuestión de adaptarse. Ya lo dijo el refrán: “el que bukkake encuentra”.  Y no digan que no les informamos. Porque acá nadie tiene un felo de tonto.

Tachame la doble.


Que era linda, era linda. De acá a la China. Desde la Puna hasta la Quiaca. Se acercó. Hubo un ida y vuelta, le dije que pin que pan, que esto que aquello, que va y que viene. Al principio no era ni chica ni limonada, ni sí ni no ni blanco ni negro. Pero una cosa llevó a la otra y empezamos a contarlo a los cuatro vientos, a troche y moche y bla bla bla y etcétera etcétera. Y como quien no quiere la cosa, acá estamos. Entre pitos y flautas.

jueves, 4 de julio de 2013

Ecce malo homo


Un tiempo antes de convertirme en abogada honoris causa suma cum laude y docente ad honorem, viví una pesadilla sin precedentes en mi statu quo. Para ese entonces, joven, soñadora e ilusa, me enamoraré in situ de un hombre mayor con quien comencé un vínculo que, a posteriori, mutaría en una relación ipso facto escandalosa, macabra y, ceteris paribus, atemorizante. Un corpus de momentos escalofriantes que, a priori, no los habría divisado, me apabullaron grosso modo dejándome con un déficit de palabras que recordaré ad eternum. El primer hecho sucedió un día jueves, de un mes de marzo, de un año bisiesto. Se apareció celoso preguntándome dónde había pasado mi día y, ad hoc, mi tarde. Le dije que trabajando en mi curriculum vitae pero no osó en creerme. Sus ojos estaban desorbitados. Su rictus petrificado. Me pidió una, dos, tres explanans, pero nada le alcanzaba y me obligó a quedarme encerrada en nuestro habitat como condición sine qua non de mi amor por él. Acepté. Pasó un tiempo y, junto a él, el lapsus. Pero ocurrió ibídem., e ídem., y … ¡op. cit! Fue horrible, me tomó fuerte del brazo mientras me gritaba ¡quo vadis! ¡quo vadis! Yo lloraba diciéndole ¡vade retro! No podía hacer nada, tenía un tremendo miedo lato sensu. En el barrio ya era vox pópuli. Máxime que inter nos todo iba en decadencia y él ni siquiera hacía un mea culpa. En su acalorada búsqueda por encontrarme in fraganti, se ponía cada vez más furioso, irascible, rabioso, poseso, frenético, enardecido y etcétera. Ya era el sumun. Pero un día, luego del cogito … ergo sum, todo se iluminó per se. Decidí sacarlo de mi vida. Era de noche, de un día martes, de un mes de marzo, de otro año bisiesto. Por motu proprio tomé un cuchillo y entré en la habitación. Estaba dormido y pensé: veni, vidi, vici … mientras mis ojos festejaban el inminente final. Clavé el arma in péctore una vez y de novo hasta ver la sangre que se desparramaba por las sábanas. Luego de matarlo, lo cociné y me lo comí al susurro de un requiem. Para no generar sospechas, presenté un habeas corpus. Pero nunca apareció el corpus delicti. Era lógico, estaba ab intra. Me hice un alias y comencé con mi alter ego una nueva vida. Con tranquilidad, felicidad y con la enseñanza de saber que errare humanum est…sobre todo en el amore. Sic.