miércoles, 22 de abril de 2015

Cosas que suceden

-Hola., Lu..estás linda. Vení, pasá. 
-Gracías, Sergio, qué tierno sos. Me encantó que me invataras a tu casa. Tenés una linda casa. ¡Cuántos libros! Wow.
-Vení a la cocina que dejé una leche ahí.
-Ah, leche.
-Sí, ¿querés?
- No, te agradezco. No me gusta la leche.
-¿No te gusta la leche?
-No, no me gusta la leche.
-¿Cómo que no te gusta la leche?
-No sé por qué no me gusta la leche. Supongo que son cosas que suceden.
-Pero no te puede no gustar la leche, porque si no te gusta la leche, no te gusta nada.
-No, me gusta todo. Lo que no me gusta es la leche.
-Entonces no te gusta todo.
-Bueno... todo, menos la leche. 
-¿Y los derivados de la leche?
-No, tampoco me gustan.
-¿Ves? Es mucho más que la leche lo que no te gusta.
-¡Bueno! Todo, menos la leche y sus derivados. ¿Mejor?
-Pero, ¿qué te gusta?
-Ya te dije, todo.
-¡No! Todo, no.
-¡Bueno! Todo, menos la leche.
-Ni sus derivados.
-Exacto, ni sus derivados.
-....
-...
-¿Querés una tostada con mermelada?
-No, no me gusta la mermelada.
-¿Por qué no? Si no es un derivado de la leche.
-Porque no me gusta la fruta.
-¿Tampoco te gusta la fruta?
-No, no me gusta la fruta.
-¿Ni sus derivados?
-Ni sus derivados.
-¿Cómo que no te gusta la fruta?
-No sé por qué no me gusta la fruta. Supongo que son cosas que suceden.
-Pero no te puede no gustar la fruta, porque si no te gusta la fruta, no te gusta nada.
-No, me gusta todo. Lo que no me gusta es la fruta.
-Entonces no te gusta todo.
-¡Bueno! Todo, menos la fruta.
-Ni sus derivados.
-Ni sus derivados.
-Ni la leche.
-Ni la leche.
-Entonces no entiendo cómo decís que te gusta todo.
-¡Porque me gusta todo!
-¡Si no te gusta ni la leche, ni la fruta, ni los derivados de una ni de la otra; entonces no te gusta todo!
-Me gusta todo, y cuando digo todo, es todo; menos la leche, la fruta, ni los derivados de una ni de la otra. ¿Mejor?
-...
-...
-¿Qué querés tomar entonces?
-Y, traeme un cortadito.
-¿Me estás cargando?
-No, ¿por qué?
-Porque el cortado tiene leche.
-¡No! El cortado no tiene leche, lo que tiene leche es el café con leche. ¿Y yo te pedí un café con leche? No. Te pedí un cortado.
-El cortado, se corta precisamente con leche. Con un chorrito de leche.
-¿En serio?
-¡Claro!
-Ay, no. 
-¿Y con qué creías que se cortaba?
-No sé, supongo que con crema.
-La crema se hace con leche.
-¿La crema se hace con leche?
-Claro, es un derivado de la leche.
-Ay, no.
-¿Qué pasa?
-Y, que ahora no voy a poder tomar nada.
-Bueno, si querés te traigo un café solo.
-Es que no me gusta el café solo.
-¿Tampoco te gusta el café?
-Sí, me gusta el café. ¡Me encanta el café! ¡Muero por el café! Lo que no me gusta es el café solo.
-Pero si lo corto, sí o sí, le tengo que poner leche.
-¿Y no lo podés cortar con otra cosa?
-¿Y con qué querés que lo corte?
-No sé, cortalo con agua.
-¿Cómo lo voy a cortar con agua?
-¿Por qué no?
-Porque si lo corto con agua, no es un cortado; es sólo un café más suave.
-¿El café se hace con agua?
-¡Claro! Entonces, ¿te traigo un café?
-¡Te dije que no me gustaba el café solo, que me gusta cortado!
-¡Bueno! ¿Pero con qué querés que te lo corte?
-No sé, cortalo con jugo de naranja.
-¿Me estás cargando?
-No, ¿por qué?
-Porque el juego de naranja es un derivado de la fruta.
-¿De qué fruta?
-Y...de la naranja.
-¿El jugo de naranja se hace con naranja?
-¡Claro! Es el jugo de esa fruta, es jugo de naranja.
-Ay, no.
-¿Qué te pasa?
-¿Para qué me lo dijiste?
-¿Me estás cargando?
-No, te hablo en serio. ¿Para qué me dijiste que el cortado se hacía con leche, que la crema derivaba la leche, que el jugo de naranja venía de una fruta? ¿Para qué me lo dijiste?
-Yo no te dije nada, Sólo...
-No, ahora por tu culpa yo ya no puedo consumir más nada.
-No, pero...
-Pero nada.
-...
-...
-No te pongas así, en serio. Che, Lu... ¿Quéres algo de comer?
-Bueno, pero sin....
-Sí, ya sé, ya sé. Sin leche y sin fruta. 
-Y sin sólidos. 
-¿No comés sólidos?
-En realidad, no como ni sólidos ni líquidos. Supongo que son cosas que suceden. 
-¿Entonces qué comés?
-Ah, de todo. 
-No, de todo no, porque no comés ni sólidos ni líquidos. 
-A ver, como de todo, menos sólidos y líquidos. 
-¿Qué querés entonces? 
-¿Tenés milanesas con papas fritas?
-¿Me estás cargando?
-No, ¿por qué? Me encantan las milanesas con papas fritas. 
-Sí, claro, a todos nos gusta las milanesas con papas fritas pero eso es sólido. 
-Bueno, entonces licualas. 
-¡Pero si las licúo se transforman en líquido!
-Me estás boicoteando de nuevo. Decime que no me querés dar nada y listo. ¿Querés que te pague lo consuma en tu casa? ¿Me invitaste para eso? ¿Necesitabas guita? Te presto, eh. No tengo ningún problema.
-Pero, Lu....
-No, Sergio, pero nada. Mejor me voy. Sos muy mal anfitrión. Y lástima que no puedo decir "muy rico todo", porque no me diste nada. 
-¿Me estás cargando?
-No, querido, con la comida no se jode. 



martes, 21 de abril de 2015

La boda

“Carlos estaba flaquito”. Esas eran las palabras de tía Rosa cuando murmuraba a escondidas con tía Elba. Últimamente las repetía seguido. “Algo no está bien”, le decía. A mí me parecía un tanto exagerado de su parte. Algo similar le ocurría a tía Elba, que la miraba con el aire soberbio típico de la hermana mayor. Aquel que incluso se distinguía entre dos mujeres que ya habían pasado los setenta hacía más de cinco años. Pero esas sutilizas entre las hermanas no tenían tanto gollete. Tía Elba continuaba siendo la hermana mayor en todos los sentidos, incluso para decidir sobre la vida de Carlos; sobrino al que habían criado desde sus cuatro o cinco años, no recuerdo bien, luego del fatal accidente y con el que vivían en esa casa.

Esa mañana, Carlos había decidido comenzar su día con tranquilidad. Se levantó temprano, desayunó con sus tías y partió hacia a la tienda de ropa a trabajar como de costumbre.  Tomó los maniquíes que estaban en su habitación e hizo la labor rutinaria de llevarlos al negocio para luego volver a traerlos a casa. Lugar que elegía para vestirlos con más serenidad y con más espacio para planchar los fracs que en el diminuto negocio de Once. Ni siquiera el día de su boda pudo abandonar la rutina. “Trabaja mucho”, decía tía Rosa pero tía Elba arremetía nuevamente con su mirada lapidaria y con el fraseo parco de quien escuchaba todos los días lo mismo. “Tiene treinta y cinco años, Rosa”. “Pero está flaquito”, respondía tía Rosa. “Antes estaba más repuesto, debe ser esa chica que lo hace trabajar hasta el cansancio”. En algo tenía razón tía Rosa. Carlos, que de niño regordete había pasado a adolescente rellenito y luego a adulto obeso, había bajado mucho de peso. Demasiado, como solía destacar tía Rosa.

En la casa vivían sólo los tres. La casa de los Vidal, como solían llamarlos en la calle Lambaré y en todas las calles aledañas del barrio de Almagro. Recuerdo que era de esas casas viejas que pudieron sobrevivir al enrejado de las ventanas y de las puertas. Y eso se podía percibir cada vez que se veía a Carlos planchando, y hasta tarde, las camisas para el negocio desde su habitación que daba a la calle. La idea había sido formulada por tía Rosa, pero luego supe que la había pensado tía Elba. A Margarita, la prometida de Carlos, no le apetecía mucho la propuesta de instalarse ahí; pero aún no contaban con el dinero suficiente y el lugar era más amplio que el que podía ofrecer ella que tenía, además, una familia más numerosa.

Tía Elba había empezado a cocinar desde temprano para la ceremonia. Empanadas de copetín, pizzetas y sandwichitos de matambre y de pollo con un toque de su salsa especial, que no era más que una mayonesa casera con una pizca de pimentón. “Todo para comer con la mano”, decía. Tía Rosa, en cambio, cosía los vestidos y les colocaba alguna que otra piedra para hacer de aquellas prendas otras con un estilo elegante casi como si hubieran sido adquiridas en alguna boutique de la Avenida Alvear.  O por lo menos así los imaginaba ella.  Un terciopelo que imitaba al italiano y una puntilla de Bruselas comprada en algún comercio de la calle Paso
.
Ni bien llegó Carlos puso unos tangos para hacer aún menos aletargada la espera. Tomó a tía Elba de la cintura y la hizo bailar apenas unos pasos, pero ella se separó de sopetón. “Ahora no”, le dijo. Tía Rosa observaba y se reía. Además de la más chica y la más ingenua era también la más risible. Y Carlos lo sabía bien. La miró, le guiñó un ojo y le hizo un gesto con sus manos mientras le susurraba unas palabras por lo bajo. “A vos te voy a sacar a bailar pero de un modo especial. Ahora vengo”, le dijo y mientras salía disparando hacia su habitación. Volvió a los pocos minutos con el smoking que usaría por la noche. “¡Sacate eso!”, le gritó Tía Elba. “No me lo pienso sacar nunca”, contestó Carlos mientras tomaba la mano de tía Rosa y la hacía bailar al ritmo de la milonga. A Carlos se lo veía feliz. Yo, por lo menos, lo creía. Y las tías y Margarita, también. “Esperé mucho este momento”, dijo Carlos. “Andá y sacate eso”, repitió Tía Elba. “Dejamelo un cachito acá conmigo”, dijo tía Rosa mientras acurrucaba a Carlos en su pecho. “Se nos va hoy con Margarita”. “No, no se va”, sonrío tía Elba mientras miraba a ambos con sus ojos entreabiertos. “Me voy a tirar un ratito”, dijo Carlos. “Estoy bastante cansado”. “Es que estás flaquito”, le dijo tía Rosa nuevamente con preocupación. Carlos beso su mano y esbozó una media sonrisa. “No se te ocurra acostarte con el traje”, le dijo tía Elba mientras Carlos dejaba a paso ligero ese amplio living comedor.

Tía Elba y tía Rosa tardaron muy poco en colocarse sus vestidos. Se las notaba ansiosas. El piso de pinotea retumbaba ante los pasos de tacón de las hermanas que iban y venían por toda la casa. Ruido que no logró despertar a Carlos. Ni siquiera con el rechinar de los collares de perlas. “Andá a despertarlo”, le dijo tia Elba a tía Rosa. Tía Rosa intentó abrir, pero no pudo. “Cerró la puerta con llave”, le dijo. “Golpeá fuerte, Rosa”. Y lo hizo pero Carlos no contestaba. Se agachó para observar por el agujero de la cerradura. “No está la llave puesta pero está acostado. Lo puedo ver. En realidad veo su pierna”. “A ver, déjame a mí”, embistió tía Elba. “Y se dejó el traje puesto, nomás, ¡Carlos, abrí la puerta! Vas a arrugar el saco”, dijo tía Elba mientras golpeaba con insistencia. Pero Carlos seguía sin responder. Tía Elba miró a tía Rosa con una mirada tensa. “Te dije que estaba muy flaquito”, dijo tía Rosa. “Terminala con eso”, contestó tia Elba. Tia Rosa comenzó a respirar más fuerte. Sus manos le transpiraban y sentía un mareo tan fuerte que la obligó a sentarse. Recuerdo que cayó tendida en el sillón con una exageración tal que parecía sacada de una mala serie norteamericana. “Traeme agua, Elba”.

“¡Carlos! Abrí de una buena vez”, insistió tía Elba. “No hay caso, Elba. Estaba tan flaquito”. “¿Estaba? Acá tenés el agua y déjate de hinchar”. Tía Rosa bebió el agua de un tirón y observó que tía Elba traía un alambre en su mano. “¿Qué es eso, Elba?” “¿Cómo es esto? Mientras vos jugás a ser Joan Collins yo voy a intentar abrir esta puerta”. “Llamamos a un cerrajero, Elba”. “¡Ni loca! Se va a enterar todo el barrio”. Tía Rosa escuchó esas palabras y se levantó de golpe. “¿De qué se va a enterar todo el barrio?”. Tía Elba la miró de arriba abajo y se acomodó una estola que bajaba de su cuello más de lo que debía.  “Se ve que te repusiste rápido”, le dijo con ironía. “Vení, ayúdame con esto”. “Elba, el vestido…lo vas a arrugar”. “Callate y sostené el picaporte”. Tía Rosa asintió a lo que le pidió su hermana mientras apenas dejaba asomar un sollozo. “Está dura”, dijo Tía Elba. “No puedo”. En ese mismo instante, tía Rosa se transformó y con un ataque de histeria comenzó a empujar la puerta con su cuerpo al grito de “¡Carlos, Carlos”! Tía Elba totalmente sorprendida arrojó el alambre a un costado e imitó a su hermana pero con sus piernas. La puerta se movía cada vez más y restos de madera saltaban a un costado. “Abrí, por favor, Carlos”. “Vamos, nene, abrí esa puerta querés”. Los empujones y las patadas lograron abrir la puerta y las hermanas cayeron una encima de la otra.


Todo se encontraba intacto. La ventaba estaba abierta y una pequeña brisa movía apenas la cortina. La cama, sin deshacer, y sobre ella, el maniquí vestido de negro. Solo resaltaba una pequeña nota que estaba sobre el torso del muñeco. Tía Elba se levantó y la tomó rápidamente. El timbre sonó y ambas se miraron preocupadas. Nunca supe bien quién tocó ese timbre, pero supongo que era Margarita. Ahora había que explicarle que Carlos se había ido y que la había abandonado. A las tres.