La noche había decidido ser hosca, pero
a él ya no le importaba. Era el momento de hacerlo. Tomó el cuchillo y subió
las escaleras. Lo hizo apaciblemente, escalón por escalón, con sonido
imperceptible. Y aunque la lluvia parecía querer jugarle una mala pasada, sabía
que ni eso podía entorpecer el plan. Abrió la puerta del baño y ahí estaba.
Agazapado y contraído. Parecía trémulo, parecía incluso tener vida. Pero no.
Solamente estaba roto y perdía. Mucho. Era incontrolable. Y él desesperaba. Se
tomaba la cabeza de manera frenética intentando poner fin a ese calvario. El
piso estaba húmedo y lucía peligroso. El cuchillo en su mano tiritaba por culpa
de sus nervios. Hacía consonancia con su respiración. El viento abrió de golpe
la ventana y su corazón se atrincheró para no perder la paciencia. Y no lo
hizo. Porque había algo, eso, aquella
angustia, que tenía que terminar. En el momento en que iba a entrar,
apareció ella. “Esperá, Juan”. Le dijo. “El piso está todo mojado, te vas a
matar. Esto no me gusta nada”. Él la miró fijo. Y volvió a mirar adentro. “Juan,
cuando te ponés así me das miedo. Controlate”. Pero él claramente no estaba
bien. Se lo veía extenuado e irascible. “Te pido que te vayas de acá”. Le dijo
él. “No quiero que veas nada. Andá para
la cocina. Cuando te grite, tráeme unos trapos mojados. Esto va a ser un
desastre”. “Juan, por favor, no sigas con esto. Te vas a volver loco”. “¡A la
cocina, te dije!”. Ella soltó un llanto pero se fue. Y él, casi sin registrarla,
casi sin notar las lágrimas de quien en otros tiempos había enamorado con el
humor, continuaba mirando adentro del baño. “A mí no me vas a ganar cuerito”. Se dijo para sí. Y entró. Todo
era muy difícil con el piso salpicado de riesgo: la caminata, la logística, el
cansancio. La noche seguía empeñada en hacer aún más fuerte la lluvia. La
ventana abierta no contribuía. Y su prudencia no fue suficiente: cayó soltando
el cuchillo y golpeando su frente contra el piso. “¡Juan!” Gritó ella desde la
cocina. “¿Qué pasó? ¡Tengo miedo!”. “Estoy bien, sí, estoy bien. Eso creo.
Sólo…sólo fue un golpe. Quedate tranquila”. Volvió a tomar el cuchillo y se
levantó. Sentía dolor, pero no la quería inquietar. Además era mejor que ella
permaneciera en la cocina para cerrar la llave de paso que se encontraba allí.
Se apoyó en la pileta mientras veía reflejado su rostro en el espejo. Era
irreconocible. Sus ojos estaban desorbitados y un hilo de sangre caía desde su
ceja. Le punzaba. Pero en ese baño no había curitas. Sólo una canilla que hacía
irrumpir cada vez más el agua. Y era interminable. Agotadora. Con el cuchillo intentó
abrir la manivela pero se le resbalaba en su mano y la sangre que caía de su
ceja le impedían ver con claridad. “No puedo”, decía. Miraba hacía el techo
mientras se mordía el labio. “Vamos. Tengo que poder”. Con
perseverancia logró mover la tuerca pero sus dedos eran grandes para sacarla.
Lo intentaba, pero era inútil. Metió su boca para sacarla con los dientes. Lo
logró. Pero se tragó la tuerca. Soltó el cuchillo exasperado y sus manos
recorrieron su garganta. Tosía. Pero no lo suficiente como para que ella, desde
la cocina con los trapos y los baldes a cuestas, pudiera escuchar algo. Bebió
agua para apaciguar su atragantamiento, si hay algo que sobraba en ese lugar
era líquido. Limpió su boca bruscamente y se aproximó a sacar el cuerito. La
lluvia era cada vez más severa. La ventana revoloteaba y golpeaba por culpa del
viento. Y el agua de la canilla nuevamente lo tumbó hacia el piso. Ella no
había cortado la llave de paso. Él le gritó desde el baño suplicando que
subiera. Estaba agachado, esquivando el agua que parecía furiosa, y con la raya
desnuda asomando por el pantalón. “Juan, ¡qué pasa!” “¡Te dije que cerraras la
llave. Esto no va a terminar nunca”. “Juan, tengo miedo”. “¡Cerrá la llave!”.
“Juan, no siento mis piernas”. “Es que las tenés adentro de los baldes. Hacé lo
que te pedí”. Él nunca supo que alguna vez iba a rezar. Pero se vio haciéndolo tirado
en el piso, con el agua que lo inundaba y la sangre que no cedía. Y todo se
apagó de golpe. Él seguía apoyado en la baldosa fría. Se escucharon los pasos
rápidos en la escalara. “Juan, cerré la llave. ¿Pudiste arreglar la canilla?”.
Su respiración era baja, tenue. “Acercate que no puedo hablar fuerte. Me
duele”. “Juan, me asustás”. “Vení, no pasa nada. Pero acá cerca, conmigo”. “Sí,
mi amor”, dijo ella llorando mientras se agachaba para abrazarlo. La lluvia. La
ventana golpeando. Y la sangre. “Llamá a un plomero”. “Sí, Juan, va a ser lo
mejor. Ya te traigo una curita”. “Gracias”.
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