El muchacho reposaba en la cama
cuando advirtió la silueta de Magalí acercándose. La luz atravesaba las
rendijas de las ventanas desgastadas por el paso del tiempo y se reflejaba en
las baldosas calcáreas formando pequeñas manchas proyectadas en la cómoda de
madera ajada y en las cortinas de un furioso rojo carmesí. Como sus labios.
Sobre la mesa contigua, una pequeña lámpara con una pantalla rota, símil
pergamino, impedía que una mosca fuera a revolotear aún más de lo esperando.
Magalí se aproximó al muchacho, con su mirada gélida y su estilo taciturno. El
fuego de la chimenea se iba desvaneciendo mientras dejaba migas en llamas que
se esfumaban en el aire antes de tocar la alfombra de color verde sucio. Magalí
estiró su mano para acercar a su compañera quien tímidamente fue apropincuada a
la escena con una expresión bífida e ingenua. El muchacho acercó
las bocas de las dos mujeres que al mezclarse esbozaban la calidez del tono
rosado y de la vigencia de los jazmines en enero. En ese instante, añoró el
florero de remolinos violáceos y finas escamas de azulino que lo trasladaban a
su niñez ya guardada en un cajón de un mueble Victorino. Magalí rogó por el
roce suave, pero rabioso, de sus salientes amarronadas, fijas y tiesas como la
dureza de una noche sin luna. El muchacho vibraba oblicuamente sobre las
caderas de la otra mujer implantándose en su cuerpo ajeno. El rostro de ella resplandecía
en los candelabros pincelados falsamente en bronce. Magalí dialogaba solitaria
con sus caricias bajo la mirada desorbitada del muchacho que continuaba invadiendo
exultante el monte contorneado de la otra mujer. Sus manos dibujaban estelas de
rocío en su cintura. Magalí apartó al muchacho y tomó su rígida ilusión para
embeberla en el susurro enajenado del terciopelo. Él permanecía inmóvil. Ella recordaba
su bordado, los olores de los frutos y las mañanas frescas del verano en el
campo. La otra mujer contemplaba en si misma, y encantada, por el modo
apologético en que Magalí paladeaba y comenzó a hacer lo mismo con ella. El
dulzor la arrastró al sabor de los budines amasados en ese viejo tablón, al
agua de azahar y a las moras que recogía del suelo. El muchacho, bajo el
frenesí de la alienación dejó escapar el torrente de una espesa y amarga espuma
sobre el rostro de Magalí mientras pensaba en las golondrinas, en la pequeña
iglesia de su pueblo y en los niños que revoloteaban al sonar las campanas. Magalí,
en la ansiedad punzante del sorbo impetuoso de la otra mujer, balbuceó un grito
silencioso y eternizado. La expresión serena de su sonrisa derribó la zozobra
mientras el viento revoloteaba la cortina y sacudía el polvo acumulado por
largos días. El muchacho, boquiabierto ante el embellecimiento repentino de
Magalí y la delicada candidez de la otra mujer, se desplomó en un abrazo ante ambas. Los tres comenzaron a observar el desgaste de aquel techo mientras
imaginaban, sin decirlo, cuántos años pudieron haber pasado antes de arribar a
semejante dejadez. Las risas aparecieron casi repentinamente y el fundido negro
de aquella imagen también. Aquél que se hacía cada vez más oscuro, borroso,
difuso y vago al momento de apagarse la cámara.
domingo, 27 de enero de 2013
domingo, 20 de enero de 2013
Jornadas de Eufemistas
Desde 1985 que este tipo de reunión
no se convocaba. Pero, dada la época, el clima cultural y el contexto
sociopolítico vigente resultó oportuno intervenir en otro encuentro. Personas
de todo el país se congregaban en las II Jornadas de Eufemistas del Hemisferio
Sur, Latinoamérica y el Caribe Hispano, realizadas en la ciudad santafecina de
Rosario. Si bien los temas eran variados, distribuidos en diversos grupos de
trabajo, paneles y conferencias magistrales, la convocatoria giraba alrededor
de una problemática específica: “Las expresiones sufrientes y la discriminación
percibida en el fútbol”. La presentación de ponencias/papers fue abrumadora. Entre algunos títulos se hallaban: Las palabras no se manchan: climas de no
violencia, derechos y ciudadanía en el deporte argentino; Haciendo goles con altruismo: una
perspectiva sociológica sobre el caso de la hinchada de Atlanta; Antropología del árbitro: una etnografía
sobre el fútbol cinco; Comunicación y
sentidos: la semiosis cultural y los dispositivos de posmodernización
rizomáticos en el vestuario, entre otros.
Las Jornadas duraban 16 meses y
comprendían las mañanas, un break, la
media mañana, un almuerzo y la tarde. La larga duración del evento se debía a una cuestión lógica y razonable. Los términos utilizados solían ser
estirados, con un uso apabullante de palabras organizadas de un modo eterno y
con secuelas a veces un poco confusas. Pedir una tortita negra durante el break era una tarea ardua pues quienes
servían el café (claramente no eufemistas) se retiraban antes de que los
participantes dijeran el nombre completo de la factura. Algo similar ocurría
cuando se organizaban los power points,
llamados en la jerga popular como ppt. Luego de que una eufemista, especialista
en feminismos y lenguaje, advirtiera que el uso de la categoría ppt era
equiparable a la noción de “pete”, el
término fue eliminado de toda situación dialógica. Durante los almuerzos, los
eufemistas amenizaban la comida contando anécdotas banales. Si bien, los
diálogos dejaban escapar cierta sorna, no se podían pronunciar las siguientes
palabras: “mucama”, “peruano”, “boliviano”, “paraguayo” y, en menor medida,
“hondureño”, “gordo”, “vieja”, “loquito”, “tontito”, “idiotita”, “putita”, “morocho” y “supermercado chino”. Tampoco se
permitía cantar los siguientes temas: “Duerme negrito” o “Vamos negrita”, ni
emplear el término “tiene” para referir a una enfermedad, por ejemplo “tiene
hepatitis”, pues se consideraba discriminatoria y de mal gusto. Las charlas
eran, por lo tanto, intensas y en muy pocos casos llegaban al acuerdo. O,
mínimamente, al entendimiento.
El último día era, por lo menos para
muchos, el más esperado. Ahí se realizaba un workshop en el cual, ya sin exposición escrita, se volcaban ideas y
propuestas con el fin de generar incidencias políticas y de cambio estructural.
Un moderador o moderadora coordinaba las intervenciones mientras otro, en
general algún estudiante aplicado, iba apuntando la llamada “minuta” para luego
ser editada y compilada en un libro, CD, o colgada on-line, de acuerdo al
presupuesto recibido. La pregunta disparadora era la siguiente: “¿cómo crear
cánticos o expresiones en el fútbol sin significantes ofensivos bajo una misma
estructura significativa?” Esto es, sin
perder su rasgo originario. Así, frente a los clásicos cantitos:
El que no salta es un judío, el que no salta es un judío….
Se propuso:
El que no salta es una persona que sostiene credos distintos a los míos
pero que lo apreció igual como individuo y ser humano, el que no salta es una
persona que sostiene credos distintos a los míos pero que lo apreció igual como
individuo y ser humano…
O,
¡Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta…..!
¡Hijo de persona en situación de calle, hijo de persona en situación de
calle, hijo de persona en situación de calle….!
Del mismo modo, ante expresiones
como:
LTA (La Tenés Adentro)
Se propuso:
LTICAR (La Tenés Introducida con
Cuidado, Amor y Respeto).
Al finalizar las Jornadas comenzaban
las reflexiones. Sabían que la tarea propuesta era ambiciosa. Pero también eran
conscientes de que ese material no iba a poder instalarse socialmente sin algún
acompañamiento institucional. Esa era la gran conclusión a la cual habían
arribado. La imperiosa necesidad de fundar un ente u organismo que pusiera en
práctica estos cambios revolucionarios. Aunque eso lo advertían imposible o,
por lo menos, poco probable. En especial luego de escuchar a una persona ajena al
encuentro que, asomada desde horas, susurró sin problemas: “¡hay que ser
pelotudo!”. Y que se fue riendo.
viernes, 18 de enero de 2013
La invención de la lasaña
La historia de este vil cocinero se
retrotrae al 1700 y algo; si bien se duda de la fecha exacta de su natalicio.
Nacido, vivido y muerto en la ciudad italiana de Nápoles y enterrado bajo el
nombre de Marcelino Costra, mal llamado “Crostra” por los lugareños brutos, sus
conocimientos sobre gastronomía eran formidables. Elocuente, aunque para muchos
sobrevalorado, su capacidad de inventiva no era pavada alguna. Sus platos
comprendían una variedad de sabores e ingredientes: todo tipo de pastas, las
más apetitosas y perfumadas verduras, frutas y hortalizas y un popurrí de
carnes que incluían desde vaca, pescado, pollo, búfalo, cabra, conejo, perdiz
hasta canario, perro y zorrino. Querido por pocos, odiado por muchos, Costra
gozaba de una particular malicia: volcar elementos extraños a cada uno de sus
platos. Cenizas, aserrín, vidrio molido, inyectores y lavandina, eran algunos de
los agregados más utilizados. Siempre en bajas proporciones, claro, no fuera
cosa que esas ajenidades entorpecieran el sabor de sus preparaciones. En una de
sus creaciones maléficas, un comensal
huyó despavorido al notar que sus deliciosas peras marinadas en vino y
cardamomo habían sido cubiertas con una delicada salsa de caramelo y aceite
industrial para colectivos. En otra ocasión, una mujer mayor tuvo que ser
atendida de urgencia por el desmayo causado al ver sus patas de pollo y puré de
batatas espolvoreadas con ralladura de durlock. Nada superaba la maldad del
mejor cocinero napolitano que se haya conocido en la historia de Italia, pero
la suavidad de sus comidas continuaba convocando cada vez más bocas deseosas,
que no volvían, pero que parecían multiplicarse en otras.
Una tarde de invierno entró al restaurante
un obeso mórbido, de mediana edad, pelirrojo y muy petiso. Su rostro era,
sorpresivamente, desafiante. Y olía a rancio a pesar de ser muy adinerado. El
maligno cocinero lo observaba apoyado en uno de sus hornos mientras que con una
pequeña mueca, mezcla de sonrisa y deleite, comenzó con su plato. Tomó tres
pedazos muy pero muy finos de melamina y los rellenó de un delicioso preparado
de carne, espinacas y salsas. Especió con orégano, pimentón molido y una pizca
de bicarbonato para acrecentar aún más los sabores. Luego de un golpe de
gratinado sirvió la preparación en un plato y se lo llevó personalmente al
obseso, que lo esperaba con su servilleta ya puesta en su pecho y los cubiertos
en alza como un niño idiota. El hombre dio su primer bocado mientras Costra,
disimuladamente, espiaba la escena. El obeso engulló la comida en tres mordidas
voraces quien, además, parecía disfrutar del convite. Pero lo peor no fue eso.
Pues al otro día regresó, siendo el único individuo que volvía al restaurante
de Marcelino Costra. El cocinero, ya no contento con el sainete, decidió
repetir la receta pero esta vez con trozos de cartón corrugado. Nuevamente una
capa, el delicioso relleno, otra capa, y así hasta coronar con las salsas y el
queso. El obeso esperaba en su silla con su boca abierta y con un pequeño hilo
de baba que parecía no poder quedarse quieto. Esta vez tomó la comida con sus
manos y la comió desesperadamente con una angurria poco vista. Por lo menos no
en esa época. El regreso del obeso se convirtió en recurrente y, finalmente, en
rito. Costra repetía el proceso de las capas y el relleno, pero con distintos
elementos cada vez más perversos y nocivos. Chapa, madera terciada, trozos de
felpudo, ladrillos refractarios y un sinfín de artículos que eran rellenados para
luego ser servidos.
Pasó el tiempo y Marcelino fue
muriendo de a poco. Nunca se supo bien de qué, ni por qué. Si fue la misma
vejez, la soledad o alguna de las enfermedades de la época. Ni siquiera dejó
sus recetas, sólo la memoria de un obeso que al evocar el sabor de aquel plato
de capas y rellenos lo que más añoraba era la saña. Lo cual no es poco.
domingo, 6 de enero de 2013
Cuando la noche mancha
Reconocer un momento que nos quiebra
y poder definir la mezcla de emociones resulta, a veces, de una total picardía.
En especial cuando aún se es una niña. No recuerdo bien si tenía ocho o nueve
años, sí que era verano y que habíamos ido al campo con mi familia. En aquella
época, supongo que en esto no seré la primera, la inocencia se presentaba como
más cercana. Sabíamos que la risa no escondía presunciones y que la demagogia
frente al deseo caprichoso podía aparecer, pero de un modo eventual. Y yo era
muy pequeña. En todo sentido: de estatura, de cuerpo, de percepción y de anhelos.
Él era, definitivamente, más grande que yo. Y, si bien, en ese tiempo todos me
parecían viejos, a él no podía verlo de ese modo. Quizá por primo, o por el
sólo hecho de que me generaba cierta confianza, yo no lo sentía mayor, ni viejo
ni, mucho menos, malo. Es probable que por eso para él fue todo más fácil ese
día.
Muchas veces nos burlamos al
escuchar que “todo sucede muy rápido”, pero lo cierto es que es así, que todo
sucede muy rápido y que eso, te da miedo. El grito del otro, el susto, la
risita nerviosa y la huida parece hasta folklórico. Pero no sólo corrí, sino
que me escondí, lo evadí, me caí y volví a correr hasta agotarme. Aún recuerdo
su cara manchada por el barro. Su jadeo. Hay sonidos que son inconfundibles. Mis
piernas que, para ese entonces aún eran torpes, trastabillaban. Las rodillas se
tocaban por culpa de esa chuequera
que a veces se me aparece recordando mi niñez.
Estábamos en ese bosque. Nunca supe
si me divisó a lo lejos o si siguió todo mi trayecto de manera planificada, aunque
yo no recuerdo haberlo tenido cerca desde un principio. Al contrario. Luego del
grito y de ese ínfimo instante en el que quedé patitiesa, sólo atiné a
esconderme. Entonces espié detrás de aquél árbol y al ver que no había nadie
comencé a correr. La noche estaba apareciendo y, con ella, la oscuridad. No
sabía bien para qué lado moverme. Sé que corría en diagonales y que en momentos
volvía a esconderme atrás de algún árbol, agachada, sucia y apretando mi panza
para poder respirar un poco. Con la boca abierta y con restos de saliva. Apoyé
mi mano en el tronco para poder levantarme pero se me apareció de golpe. Me
asustó. Caminé para atrás unos pasos y reaccioné rápido para volver a correr.
Él no logró atraparme. No en ese momento. Pero sí comenzó a gritarme. Y a
decirme cosas inentendibles para mi edad. Sonaban feas. Porque además reía a
carcajadas. Era agobiante. Yo, esquivaba los árboles, mientras coqueteaba con el
amague pero de un modo torpe. Nunca fui ágil y menos en ese tiempo. Miré sobre
mi hombro para divisar cuán lejos mío estaba él, pero al recuperar el frente
tropecé. Me lastimé mucho las rodillas. El dolor era muy intenso. Lo vi más
cerca intentando tomar mi mano, lo alejé con una patada en una de sus piernas.
Recuerdo que eso lo tiró para atrás. Me arrastré por el piso y logré
levantarme. Respiré. Ya no podía correr, sólo caminar de modo ligero. Así iba,
con mis rodillas pequeñas cubiertas de raspones y de sangre, con la ineptitud
ya agobiante de mis piernas. Pero él fue más rápido. Me tomó del pelo, casi tironeándolo.
Y mientras sostenía con su mano mis dos muñecas lentamente me apoyó contra un
árbol. Ya ni siquiera me resistí. Me vio llorar pero él no hacía otra cosa que
reír.
Y me miró a los ojos, con una mueca
cómplice.
Por primera vez sentí furia. Soltó
mis muñecas, apenas se alejó de mí un poco, pero volvió a acercarse para tocar
mi cabeza y decirme en un grito seco:
“mancha venenosa”.
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