La historia de este vil cocinero se
retrotrae al 1700 y algo; si bien se duda de la fecha exacta de su natalicio.
Nacido, vivido y muerto en la ciudad italiana de Nápoles y enterrado bajo el
nombre de Marcelino Costra, mal llamado “Crostra” por los lugareños brutos, sus
conocimientos sobre gastronomía eran formidables. Elocuente, aunque para muchos
sobrevalorado, su capacidad de inventiva no era pavada alguna. Sus platos
comprendían una variedad de sabores e ingredientes: todo tipo de pastas, las
más apetitosas y perfumadas verduras, frutas y hortalizas y un popurrí de
carnes que incluían desde vaca, pescado, pollo, búfalo, cabra, conejo, perdiz
hasta canario, perro y zorrino. Querido por pocos, odiado por muchos, Costra
gozaba de una particular malicia: volcar elementos extraños a cada uno de sus
platos. Cenizas, aserrín, vidrio molido, inyectores y lavandina, eran algunos de
los agregados más utilizados. Siempre en bajas proporciones, claro, no fuera
cosa que esas ajenidades entorpecieran el sabor de sus preparaciones. En una de
sus creaciones maléficas, un comensal
huyó despavorido al notar que sus deliciosas peras marinadas en vino y
cardamomo habían sido cubiertas con una delicada salsa de caramelo y aceite
industrial para colectivos. En otra ocasión, una mujer mayor tuvo que ser
atendida de urgencia por el desmayo causado al ver sus patas de pollo y puré de
batatas espolvoreadas con ralladura de durlock. Nada superaba la maldad del
mejor cocinero napolitano que se haya conocido en la historia de Italia, pero
la suavidad de sus comidas continuaba convocando cada vez más bocas deseosas,
que no volvían, pero que parecían multiplicarse en otras.
Una tarde de invierno entró al restaurante
un obeso mórbido, de mediana edad, pelirrojo y muy petiso. Su rostro era,
sorpresivamente, desafiante. Y olía a rancio a pesar de ser muy adinerado. El
maligno cocinero lo observaba apoyado en uno de sus hornos mientras que con una
pequeña mueca, mezcla de sonrisa y deleite, comenzó con su plato. Tomó tres
pedazos muy pero muy finos de melamina y los rellenó de un delicioso preparado
de carne, espinacas y salsas. Especió con orégano, pimentón molido y una pizca
de bicarbonato para acrecentar aún más los sabores. Luego de un golpe de
gratinado sirvió la preparación en un plato y se lo llevó personalmente al
obseso, que lo esperaba con su servilleta ya puesta en su pecho y los cubiertos
en alza como un niño idiota. El hombre dio su primer bocado mientras Costra,
disimuladamente, espiaba la escena. El obeso engulló la comida en tres mordidas
voraces quien, además, parecía disfrutar del convite. Pero lo peor no fue eso.
Pues al otro día regresó, siendo el único individuo que volvía al restaurante
de Marcelino Costra. El cocinero, ya no contento con el sainete, decidió
repetir la receta pero esta vez con trozos de cartón corrugado. Nuevamente una
capa, el delicioso relleno, otra capa, y así hasta coronar con las salsas y el
queso. El obeso esperaba en su silla con su boca abierta y con un pequeño hilo
de baba que parecía no poder quedarse quieto. Esta vez tomó la comida con sus
manos y la comió desesperadamente con una angurria poco vista. Por lo menos no
en esa época. El regreso del obeso se convirtió en recurrente y, finalmente, en
rito. Costra repetía el proceso de las capas y el relleno, pero con distintos
elementos cada vez más perversos y nocivos. Chapa, madera terciada, trozos de
felpudo, ladrillos refractarios y un sinfín de artículos que eran rellenados para
luego ser servidos.
Pasó el tiempo y Marcelino fue
muriendo de a poco. Nunca se supo bien de qué, ni por qué. Si fue la misma
vejez, la soledad o alguna de las enfermedades de la época. Ni siquiera dejó
sus recetas, sólo la memoria de un obeso que al evocar el sabor de aquel plato
de capas y rellenos lo que más añoraba era la saña. Lo cual no es poco.
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