Reconocer un momento que nos quiebra
y poder definir la mezcla de emociones resulta, a veces, de una total picardía.
En especial cuando aún se es una niña. No recuerdo bien si tenía ocho o nueve
años, sí que era verano y que habíamos ido al campo con mi familia. En aquella
época, supongo que en esto no seré la primera, la inocencia se presentaba como
más cercana. Sabíamos que la risa no escondía presunciones y que la demagogia
frente al deseo caprichoso podía aparecer, pero de un modo eventual. Y yo era
muy pequeña. En todo sentido: de estatura, de cuerpo, de percepción y de anhelos.
Él era, definitivamente, más grande que yo. Y, si bien, en ese tiempo todos me
parecían viejos, a él no podía verlo de ese modo. Quizá por primo, o por el
sólo hecho de que me generaba cierta confianza, yo no lo sentía mayor, ni viejo
ni, mucho menos, malo. Es probable que por eso para él fue todo más fácil ese
día.
Muchas veces nos burlamos al
escuchar que “todo sucede muy rápido”, pero lo cierto es que es así, que todo
sucede muy rápido y que eso, te da miedo. El grito del otro, el susto, la
risita nerviosa y la huida parece hasta folklórico. Pero no sólo corrí, sino
que me escondí, lo evadí, me caí y volví a correr hasta agotarme. Aún recuerdo
su cara manchada por el barro. Su jadeo. Hay sonidos que son inconfundibles. Mis
piernas que, para ese entonces aún eran torpes, trastabillaban. Las rodillas se
tocaban por culpa de esa chuequera
que a veces se me aparece recordando mi niñez.
Estábamos en ese bosque. Nunca supe
si me divisó a lo lejos o si siguió todo mi trayecto de manera planificada, aunque
yo no recuerdo haberlo tenido cerca desde un principio. Al contrario. Luego del
grito y de ese ínfimo instante en el que quedé patitiesa, sólo atiné a
esconderme. Entonces espié detrás de aquél árbol y al ver que no había nadie
comencé a correr. La noche estaba apareciendo y, con ella, la oscuridad. No
sabía bien para qué lado moverme. Sé que corría en diagonales y que en momentos
volvía a esconderme atrás de algún árbol, agachada, sucia y apretando mi panza
para poder respirar un poco. Con la boca abierta y con restos de saliva. Apoyé
mi mano en el tronco para poder levantarme pero se me apareció de golpe. Me
asustó. Caminé para atrás unos pasos y reaccioné rápido para volver a correr.
Él no logró atraparme. No en ese momento. Pero sí comenzó a gritarme. Y a
decirme cosas inentendibles para mi edad. Sonaban feas. Porque además reía a
carcajadas. Era agobiante. Yo, esquivaba los árboles, mientras coqueteaba con el
amague pero de un modo torpe. Nunca fui ágil y menos en ese tiempo. Miré sobre
mi hombro para divisar cuán lejos mío estaba él, pero al recuperar el frente
tropecé. Me lastimé mucho las rodillas. El dolor era muy intenso. Lo vi más
cerca intentando tomar mi mano, lo alejé con una patada en una de sus piernas.
Recuerdo que eso lo tiró para atrás. Me arrastré por el piso y logré
levantarme. Respiré. Ya no podía correr, sólo caminar de modo ligero. Así iba,
con mis rodillas pequeñas cubiertas de raspones y de sangre, con la ineptitud
ya agobiante de mis piernas. Pero él fue más rápido. Me tomó del pelo, casi tironeándolo.
Y mientras sostenía con su mano mis dos muñecas lentamente me apoyó contra un
árbol. Ya ni siquiera me resistí. Me vio llorar pero él no hacía otra cosa que
reír.
Y me miró a los ojos, con una mueca
cómplice.
Por primera vez sentí furia. Soltó
mis muñecas, apenas se alejó de mí un poco, pero volvió a acercarse para tocar
mi cabeza y decirme en un grito seco:
“mancha venenosa”.
excelente relato!
ResponderEliminargracias!!!!! me alegro mucho!
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