domingo, 27 de enero de 2013

Madame Magalí (y su amiga juguetona)


El muchacho reposaba en la cama cuando advirtió la silueta de Magalí acercándose. La luz atravesaba las rendijas de las ventanas desgastadas por el paso del tiempo y se reflejaba en las baldosas calcáreas formando pequeñas manchas proyectadas en la cómoda de madera ajada y en las cortinas de un furioso rojo carmesí. Como sus labios. Sobre la mesa contigua, una pequeña lámpara con una pantalla rota, símil pergamino, impedía que una mosca fuera a revolotear aún más de lo esperando. Magalí se aproximó al muchacho, con su mirada gélida y su estilo taciturno. El fuego de la chimenea se iba desvaneciendo mientras dejaba migas en llamas que se esfumaban en el aire antes de tocar la alfombra de color verde sucio. Magalí estiró su mano para acercar a su compañera quien tímidamente fue apropincuada a la escena con una expresión bífida e ingenua. El muchacho acercó las bocas de las dos mujeres que al mezclarse esbozaban la calidez del tono rosado y de la vigencia de los jazmines en enero. En ese instante, añoró el florero de remolinos violáceos y finas escamas de azulino que lo trasladaban a su niñez ya guardada en un cajón de un mueble Victorino. Magalí rogó por el roce suave, pero rabioso, de sus salientes amarronadas, fijas y tiesas como la dureza de una noche sin luna. El muchacho vibraba oblicuamente sobre las caderas de la otra mujer implantándose en su cuerpo ajeno. El rostro de ella resplandecía en los candelabros pincelados falsamente en bronce. Magalí dialogaba solitaria con sus caricias bajo la mirada desorbitada del muchacho que continuaba invadiendo exultante el monte contorneado de la otra mujer. Sus manos dibujaban estelas de rocío en su cintura. Magalí apartó al muchacho y tomó su rígida ilusión para embeberla en el susurro enajenado del terciopelo. Él permanecía inmóvil. Ella recordaba su bordado, los olores de los frutos y las mañanas frescas del verano en el campo. La otra mujer contemplaba en si misma, y encantada, por el modo apologético en que Magalí paladeaba y comenzó a hacer lo mismo con ella. El dulzor la arrastró al sabor de los budines amasados en ese viejo tablón, al agua de azahar y a las moras que recogía del suelo. El muchacho, bajo el frenesí de la alienación dejó escapar el torrente de una espesa y amarga espuma sobre el rostro de Magalí mientras pensaba en las golondrinas, en la pequeña iglesia de su pueblo y en los niños que revoloteaban al sonar las campanas. Magalí, en la ansiedad punzante del sorbo impetuoso de la otra mujer, balbuceó un grito silencioso y eternizado. La expresión serena de su sonrisa derribó la zozobra mientras el viento revoloteaba la cortina y sacudía el polvo acumulado por largos días. El muchacho, boquiabierto ante el embellecimiento repentino de Magalí y la delicada candidez de la otra mujer, se desplomó en un abrazo ante ambas. Los tres comenzaron a observar el desgaste de aquel techo mientras imaginaban, sin decirlo, cuántos años pudieron haber pasado antes de arribar a semejante dejadez. Las risas aparecieron casi repentinamente y el fundido negro de aquella imagen también. Aquél que se hacía cada vez más oscuro, borroso, difuso y vago al momento de apagarse la cámara.






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