“Carlos estaba flaquito”. Esas
eran las palabras de tía Rosa cuando murmuraba a escondidas con tía Elba. Últimamente
las repetía seguido. “Algo no está bien”, le decía. A mí me parecía un tanto exagerado
de su parte. Algo similar le ocurría a tía Elba, que la miraba con el aire
soberbio típico de la hermana mayor. Aquel que incluso se distinguía entre dos
mujeres que ya habían pasado los setenta hacía más de cinco años. Pero esas
sutilizas entre las hermanas no tenían tanto gollete. Tía Elba continuaba
siendo la hermana mayor en todos los sentidos, incluso para decidir sobre la
vida de Carlos; sobrino al que habían criado desde sus cuatro o cinco años, no
recuerdo bien, luego del fatal accidente y con el que vivían en esa casa.
Esa mañana, Carlos había decidido
comenzar su día con tranquilidad. Se levantó temprano, desayunó con sus tías y partió
hacia a la tienda de ropa a trabajar como de costumbre. Tomó los maniquíes que estaban en su
habitación e hizo la labor rutinaria de llevarlos al negocio para luego volver
a traerlos a casa. Lugar que elegía para vestirlos con más serenidad y con
más espacio para planchar los fracs que en el diminuto negocio de Once. Ni
siquiera el día de su boda pudo abandonar la rutina. “Trabaja mucho”, decía tía
Rosa pero tía Elba arremetía nuevamente con su mirada lapidaria y con el fraseo
parco de quien escuchaba todos los días lo mismo. “Tiene treinta y cinco años,
Rosa”. “Pero está flaquito”, respondía tía Rosa. “Antes estaba más repuesto,
debe ser esa chica que lo hace trabajar hasta el cansancio”. En algo tenía
razón tía Rosa. Carlos, que de niño regordete había pasado a adolescente
rellenito y luego a adulto obeso, había bajado mucho de peso. Demasiado, como
solía destacar tía Rosa.
En la casa vivían sólo los tres.
La casa de los Vidal, como solían llamarlos en la calle Lambaré y en todas las
calles aledañas del barrio de Almagro. Recuerdo que era de esas casas viejas
que pudieron sobrevivir al enrejado de las ventanas y de las puertas. Y eso se
podía percibir cada vez que se veía a Carlos planchando, y hasta tarde, las
camisas para el negocio desde su habitación que daba a la calle. La idea había
sido formulada por tía Rosa, pero luego supe que la había pensado tía Elba. A
Margarita, la prometida de Carlos, no le apetecía mucho la propuesta de
instalarse ahí; pero aún no contaban con el dinero suficiente y el lugar era
más amplio que el que podía ofrecer ella que tenía, además, una familia más
numerosa.
Tía Elba había empezado a cocinar
desde temprano para la ceremonia. Empanadas de copetín, pizzetas y sandwichitos
de matambre y de pollo con un toque de su salsa especial, que no era más que
una mayonesa casera con una pizca de pimentón. “Todo para comer con la mano”,
decía. Tía Rosa, en cambio, cosía los vestidos y les colocaba alguna que otra
piedra para hacer de aquellas prendas otras con un estilo elegante casi como si
hubieran sido adquiridas en alguna boutique de la Avenida Alvear. O por lo menos así los imaginaba ella. Un terciopelo que imitaba al italiano y una
puntilla de Bruselas comprada en algún comercio de la calle Paso
.
Ni bien llegó Carlos puso unos
tangos para hacer aún menos aletargada la espera. Tomó a tía Elba de la cintura
y la hizo bailar apenas unos pasos, pero ella se separó de sopetón. “Ahora no”,
le dijo. Tía Rosa observaba y se reía. Además de la más chica y la más ingenua
era también la más risible. Y Carlos lo sabía bien. La miró, le guiñó un ojo y
le hizo un gesto con sus manos mientras le susurraba unas palabras por lo bajo.
“A vos te voy a sacar a bailar pero de un modo especial. Ahora vengo”, le dijo
y mientras salía disparando hacia su habitación. Volvió a los pocos minutos con
el smoking que usaría por la noche. “¡Sacate eso!”, le gritó Tía Elba. “No me
lo pienso sacar nunca”, contestó Carlos mientras tomaba la mano de tía Rosa y
la hacía bailar al ritmo de la milonga. A Carlos se lo veía feliz. Yo, por lo
menos, lo creía. Y las tías y Margarita, también. “Esperé mucho este momento”,
dijo Carlos. “Andá y sacate eso”, repitió Tía Elba. “Dejamelo un cachito acá
conmigo”, dijo tía Rosa mientras acurrucaba a Carlos en su pecho. “Se nos va
hoy con Margarita”. “No, no se va”, sonrío tía Elba mientras miraba a ambos con
sus ojos entreabiertos. “Me voy a tirar un ratito”, dijo Carlos. “Estoy
bastante cansado”. “Es que estás flaquito”, le dijo tía Rosa nuevamente con
preocupación. Carlos beso su mano y esbozó una media sonrisa. “No se te ocurra
acostarte con el traje”, le dijo tía Elba mientras Carlos dejaba a paso ligero
ese amplio living comedor.
Tía Elba y tía Rosa tardaron muy
poco en colocarse sus vestidos. Se las notaba ansiosas. El piso de pinotea
retumbaba ante los pasos de tacón de las hermanas que iban y venían por toda la
casa. Ruido que no logró despertar a Carlos. Ni siquiera con el rechinar de los
collares de perlas. “Andá a despertarlo”, le dijo tia Elba a tía Rosa. Tía Rosa
intentó abrir, pero no pudo. “Cerró la puerta con llave”, le dijo. “Golpeá
fuerte, Rosa”. Y lo hizo pero Carlos no contestaba. Se agachó para observar por
el agujero de la cerradura. “No está la llave puesta pero está acostado. Lo
puedo ver. En realidad veo su pierna”. “A ver, déjame a mí”, embistió tía Elba.
“Y se dejó el traje puesto, nomás, ¡Carlos, abrí la puerta! Vas a arrugar el
saco”, dijo tía Elba mientras golpeaba con insistencia. Pero Carlos seguía sin
responder. Tía Elba miró a tía Rosa con una mirada tensa. “Te dije que estaba
muy flaquito”, dijo tía Rosa. “Terminala con eso”, contestó tia Elba. Tia Rosa
comenzó a respirar más fuerte. Sus manos le transpiraban y sentía un mareo tan
fuerte que la obligó a sentarse. Recuerdo que cayó tendida en el sillón con una
exageración tal que parecía sacada de una mala serie norteamericana. “Traeme
agua, Elba”.
“¡Carlos! Abrí de una buena vez”,
insistió tía Elba. “No hay caso, Elba. Estaba tan flaquito”. “¿Estaba? Acá
tenés el agua y déjate de hinchar”. Tía Rosa bebió el agua de un tirón y observó
que tía Elba traía un alambre en su mano. “¿Qué es eso, Elba?” “¿Cómo es esto?
Mientras vos jugás a ser Joan Collins yo voy a intentar abrir esta puerta”. “Llamamos
a un cerrajero, Elba”. “¡Ni loca! Se va a enterar todo el barrio”. Tía Rosa
escuchó esas palabras y se levantó de golpe. “¿De qué se va a enterar todo el
barrio?”. Tía Elba la miró de arriba abajo y se acomodó una estola que bajaba
de su cuello más de lo que debía. “Se ve
que te repusiste rápido”, le dijo con ironía. “Vení, ayúdame con esto”. “Elba,
el vestido…lo vas a arrugar”. “Callate y sostené el picaporte”. Tía Rosa asintió
a lo que le pidió su hermana mientras apenas dejaba asomar un sollozo. “Está
dura”, dijo Tía Elba. “No puedo”. En ese mismo instante, tía Rosa se transformó
y con un ataque de histeria comenzó a empujar la puerta con su cuerpo al grito
de “¡Carlos, Carlos”! Tía Elba totalmente sorprendida arrojó el alambre a un
costado e imitó a su hermana pero con sus piernas. La puerta se movía cada vez
más y restos de madera saltaban a un costado. “Abrí, por favor, Carlos”. “Vamos,
nene, abrí esa puerta querés”. Los empujones y las patadas lograron abrir la
puerta y las hermanas cayeron una encima de la otra.
Todo se encontraba intacto. La
ventaba estaba abierta y una pequeña brisa movía apenas la cortina. La cama,
sin deshacer, y sobre ella, el maniquí vestido de negro. Solo resaltaba una
pequeña nota que estaba sobre el torso del muñeco. Tía Elba se levantó y la tomó
rápidamente. El timbre sonó y ambas se miraron preocupadas. Nunca supe bien
quién tocó ese timbre, pero supongo que era Margarita. Ahora había que
explicarle que Carlos se había ido y que la había abandonado. A las tres.
La intriga irresuelta del testigo (un maniquí, tal vez?) Podría haber sido yo mismo, incluso.Tal vez de alguna manera lo fui, puesto que vivo precisamente en la calle Lambaré, y no son muchas las cuadras que corren con ese nombre de calle.
ResponderEliminarGran plan. qué vuelva Carlos!
Saludos!