martes, 18 de diciembre de 2012

El amor es una cosa serial



Era Petiso y Orejudo. Pero a mí me gustó. Yo era tan Matrona y el tan Payaso. Recuerdo nuestro primer día como si fuese hoy: me llevó a desayunar por Recoleta, pedimos café con leche y tostadas con queso Alcapone. Ese mismo día, y con una mueca cómplice, lo miré coqueta y le hice Ojitos. Me abrazó delicadamente y me dijo que quería mi Conchita. Fue impactante, lo sé, pero accedí. Nos besamos, nos tocamos, nos fumamos un Puccio y, pasado un tiempo, nos enamoramos. Estuvimos de novios una Bundy y luego de casarnos, fuimos a vivir a una Manson. De esas enormes, con muebles de Robledo…Puch y tuvimos dos hijos: “Charles”, un apasionado por la teoría de Arquímedes, y “Hannibal”, un fanático de los chocolates Jack. El segundo era tan parecido a Chiche Geldblung que le decíamos “El hijo de Sam”. Pero el tiempo pasó, nuestros pequeños se fueron a vivir a Denver y Connecticut, respectivamente; y con el nido vacío, la pareja comenzó a desgastarse. Tanto que ya no era ni Yiya ni limonada. Fue así que él comenzó a engañarme con una mujerzuela que tocaba la Bathory en un club nocturno. Si bien añoro esas épocas en que éramos inseparables, como Chapman y Chirolita, tomé coraje y le bajé la Barreda. Levanté un Murano entre los dos y le dije que se fuera de casa. Pero él no lo hizo. Entonces, en una noche de quietud y de silencio, le disparé. Yo estaba asustada. El perro Landrú….ladraba. Me decía a mí misma “¡Estoy en el Wuornos!”, mientras él caía muerto en el parque repleto de Viudas Negras. Entonces intenté serenarme y me dirigí a la casa. Fui a la biblioteca y tomé el libro “Psicópata Americano”. Mientras esperaba a la policía, comencé a leer. Siempre, incluso en los malos momentos, me consideré una gran Lecter. 

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