domingo, 6 de enero de 2013

Cuando la noche mancha


Reconocer un momento que nos quiebra y poder definir la mezcla de emociones resulta, a veces, de una total picardía. En especial cuando aún se es una niña. No recuerdo bien si tenía ocho o nueve años, sí que era verano y que habíamos ido al campo con mi familia. En aquella época, supongo que en esto no seré la primera, la inocencia se presentaba como más cercana. Sabíamos que la risa no escondía presunciones y que la demagogia frente al deseo caprichoso podía aparecer, pero de un modo eventual. Y yo era muy pequeña. En todo sentido: de estatura, de cuerpo, de percepción y de anhelos. Él era, definitivamente, más grande que yo. Y, si bien, en ese tiempo todos me parecían viejos, a él no podía verlo de ese modo. Quizá por primo, o por el sólo hecho de que me generaba cierta confianza, yo no lo sentía mayor, ni viejo ni, mucho menos, malo. Es probable que por eso para él fue todo más fácil ese día.

Muchas veces nos burlamos al escuchar que “todo sucede muy rápido”, pero lo cierto es que es así, que todo sucede muy rápido y que eso, te da miedo. El grito del otro, el susto, la risita nerviosa y la huida parece hasta folklórico. Pero no sólo corrí, sino que me escondí, lo evadí, me caí y volví a correr hasta agotarme. Aún recuerdo su cara manchada por el barro. Su jadeo. Hay sonidos que son inconfundibles. Mis piernas que, para ese entonces aún eran torpes, trastabillaban. Las rodillas se tocaban por culpa de esa chuequera que a veces se me aparece recordando mi niñez.

Estábamos en ese bosque. Nunca supe si me divisó a lo lejos o si siguió todo mi trayecto de manera planificada, aunque yo no recuerdo haberlo tenido cerca desde un principio. Al contrario. Luego del grito y de ese ínfimo instante en el que quedé patitiesa, sólo atiné a esconderme. Entonces espié detrás de aquél árbol y al ver que no había nadie comencé a correr. La noche estaba apareciendo y, con ella, la oscuridad. No sabía bien para qué lado moverme. Sé que corría en diagonales y que en momentos volvía a esconderme atrás de algún árbol, agachada, sucia y apretando mi panza para poder respirar un poco. Con la boca abierta y con restos de saliva. Apoyé mi mano en el tronco para poder levantarme pero se me apareció de golpe. Me asustó. Caminé para atrás unos pasos y reaccioné rápido para volver a correr. Él no logró atraparme. No en ese momento. Pero sí comenzó a gritarme. Y a decirme cosas inentendibles para mi edad. Sonaban feas. Porque además reía a carcajadas. Era agobiante. Yo, esquivaba los árboles, mientras coqueteaba con el amague pero de un modo torpe. Nunca fui ágil y menos en ese tiempo. Miré sobre mi hombro para divisar cuán lejos mío estaba él, pero al recuperar el frente tropecé. Me lastimé mucho las rodillas. El dolor era muy intenso. Lo vi más cerca intentando tomar mi mano, lo alejé con una patada en una de sus piernas. Recuerdo que eso lo tiró para atrás. Me arrastré por el piso y logré levantarme. Respiré. Ya no podía correr, sólo caminar de modo ligero. Así iba, con mis rodillas pequeñas cubiertas de raspones y de sangre, con la ineptitud ya agobiante de mis piernas. Pero él fue más rápido. Me tomó del pelo, casi tironeándolo. Y mientras sostenía con su mano mis dos muñecas lentamente me apoyó contra un árbol. Ya ni siquiera me resistí. Me vio llorar pero él no hacía otra cosa que reír.

Y me miró a los ojos, con una mueca cómplice.

Por primera vez sentí furia. Soltó mis muñecas, apenas se alejó de mí un poco, pero volvió a acercarse para tocar mi cabeza y decirme en un grito seco:

“mancha venenosa”.





2 comentarios: